Dijo un día el ojo a sus compañeros:
-Veo más allá de esos valles una montaña envuelta en nubes. ¡Qué montaña más solemne!
-¿Dónde está esa montaña que tú ves? -interrogó el oído, después de haber escuchado las palabras del ojo-; yo no oigo su voz.
-En vano pretendo sentirla -adujo la mano-. Allí no hay montaña alguna.
-Nosotras no podemos comprender -objetaron las narices- cómo puede existir esa montaña sin que nosotras aspiremos su perfume. Por lo tanto, no hay tal cosa.
-Veo más allá de esos valles una montaña envuelta en nubes. ¡Qué montaña más solemne!
-¿Dónde está esa montaña que tú ves? -interrogó el oído, después de haber escuchado las palabras del ojo-; yo no oigo su voz.
-En vano pretendo sentirla -adujo la mano-. Allí no hay montaña alguna.
-Nosotras no podemos comprender -objetaron las narices- cómo puede existir esa montaña sin que nosotras aspiremos su perfume. Por lo tanto, no hay tal cosa.
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Miró el ojo hacia el otro lado del cielo, riéndose dentro de sí, mientras los demás sentidos fueron a reunirse en un conciliábulo, deliberando sobre el motivo que indujo al ojo a tamaño desvarío. Después de una minuciosa investigación llegaron por unanimidad a esta conclusión:
"El ojo, sin duda, ha perdido el juicio."
G. KHALIL GIBRÁN
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